En los últimos días he estado más veces de lo que realmente acostumbro estar sentada junto al mar. Por alguna razón que desconozco, siempre que me encuentro allí en frente a
la inmensidad del agua, suelo ser muy reflexiva.
Soy de aquellas que analiza cada contexto con exactitud y puedo incluso tratar de sacar cualquier tipo de correlación referente a cada acontecimiento que vivimos a diario; siempre trato de encontrar de hecho algo que nos haga diferentes de algún modo como seres humanos y la verdad nunca puedo encontrar tal diferencia. Siento que nos mueven las mismas razones, que nos cuestionamos las mismas cosas, que nos exaltan similares acontecimientos, que tenemos debilidad y tenacidad en casi todos los mismos escenarios.
El mar, siempre lo he asociado con el concepto de caos y serenidad. Tiene el poder de destrucción si se exalta y la pasividad que tanto hemos relacionado con la playa. De lo que siento no estamos muy lejos con referente a nuestra inmensidad interior, somos un mar de caos y serenidad, estamos en constante movimiento, vamos de ciclo en ciclo, de hecho pasamos por ejes de transformación que la mayoría de veces comienzan caóticamente y van menguando para encontrar nuevamente la calma.
Por eso pienso que es muy humano enfrentarse a esa catarsis, es humano llorar, flaquear, equivocarse, dudar, sentir temor. Es natural!, por que también somos debilidad. No somos ese mundo perfecto del que ahora el siglo XXl se ha encargado de hacernos creer. Necesitamos el caos, de esa sacudida que nos hace auto-actualizarnos para surgir nuevamente hacia es luz de serenidad.